La forma en cómo cambia el cerebro de un mentiroso nos pone en evidencia el placer que sentimos al sacar provecho con una mentira y el riesgo que corremos a que esto se vuelva patológico.

Un adulto, en promedio, dice una mentira cada ¡8 minutos! En cambio, un niño dice una mentira cada 90 minutos. ¿En qué momento los adultos comenzamos a considerar correcto mentir, mientras que enseñamos a los niños a no hacerlo? 

La mentira nace en el cerebro como un proceso de adaptación y de búsqueda de bienestar. Sin embargo, no controlar este proceso puede llevar a una patología como la mitomanía, pues hay un placer intrínseco en la situación que nos lleva a mentir.  

Cambios cerebrales en el proceso de la mentira 

De acuerdo a un estudio realizado en el Colegio Universitario de Londres, publicado en la revista Nature Neuroscience, la amígdala cerebral (centro procesador de las emociones) nos hace rechazar la mentira.  

El cerebro siente inhibición al mentir, se siente avergonzado de estar diciendo una mentira. La amígdala produce una sensación negativa que limita nuestra disposición al engaño, pero a medida en que repetimos la mentira, esta limitación va disminuyendo.  

El doctor Neil Garrett, creador del estudio, señala que, cuando una persona engaña, se activa la amígdala (vinculada al cerebro emocional). Entonces una serie de neuronas procesan las reacciones que después se traducen en vergüenza o remordimiento. 

No obstante, si alguien miente continuamente, el cerebro se acaba amoldando. El funcionamiento de la amígdala se reduce y con ella la sensación de arrepentimiento, lo que hace más sencillo mentir.   

Cambios fisiológicos al mentir 

Fisiológicamente al mentir se incrementa el volumen de llegada de sangre a zonas como el lóbulo frontal, el sistema límbico, la amígdala, por lo que decir mentiras puede agotarnos ya que hay un incremento en el gasto energético de glucosa y oxígeno por las neuronas. 

Decir una mentira genera una respuesta fisiológica corporal inmediata a partir de los 3.5 segundos que la decimos, la cual se traduce en cambios como:  

  • Discreta sudoración en la frente y por arriba del labio superior. 
  • Aumento en la transpiración corporal. 
  • Frecuencia cardíaca acelerada. 
  • Respiración profunda y rápida. 
  • La activación vascular puede hacer cambie la coloración de la piel de la cara. 
  • Se presenta un incremento en los niveles de glucosa y ácidos grasos libres. 
  • La tensión arterial aumenta  
  • La producción de saliva disminuye 

Todo esto depende directamente de la liberación de adrenalina por parte de la glándula suprarrenal, como consecuencia de su activación por el sistema nervioso central. 

Cómo cambia el cerebro de un mentiroso

Además, al mentir existe un área del cerebro que puede estimular la producción de dopamina, la hormona de la motivación y la recompensa, que nos produce placer cuando la mentira es exitosa y cumple su cometido: evadir una responsabilidad, tomar ventaja en una determinada situación o protegernos.  

De sostener este nivel de dopamina, placentero para el cerebro, éste se va a habituar a mentir. Pues, además, no basta con la mentira sino con la capacidad de poder mantener la mentira en el tiempo, generalmente con más mentiras.  

Estas mentiras más elaboradas, pueden residir en el lóbulo frontal cerebral. La zona que determina nuestra inteligencia, pero también donde se procesan las emociones y la toma de decisiones.  

Básicamente que el cerebro de un mentiroso establece muchas más conexiones entre sus recuerdos y sus ideas. Esa mayor conectividad les permite dar consistencia a sus mentiras y un acceso más rápido a esas asociaciones. 

¿Por qué creemos las mentiras? 

Solemos creer mentiras de personas con algún grado de cercanía a nosotros: familia, amigos, compañeros de trabajo e incluso cercanos en características, por ejemplo del mismo nivel educativo o económico.  

Bajo un contexto determinado, esperamos cierta información. Las expectativas son de tal magnitud, pues confiamos en nuestros pares, que la mentira nos genera frustración, enojo y odio… algo proporcional al tamaño de la mentira.  

Es por ello que al cerebro le es fácil creer en la mentira, pues no quieres salir de esa zona de confort de una primera información recibida (aunque no sea verdad). El cerebro está adaptado para seguir creyendo en una mentira, aunque luego reciba la verdad. Prefiere la primera historia pues le cuesta readaptarse a la verdad.  

Nuestro cerebro prefiere la mentira que la verdad, de tal forma que incluso cuando sabemos que nos están mintiendo, preferimos no esclarecer hacia la verdad. Estamos evitando emociones incómodas como el enojo. 

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